Venga, va, démosle voz a la otra parte. "Me sucedió a mí", ya: igual de creíble esto que los lloros de tantísimas mujeres maltratadas. Pero esto ¿estará pasando? Oh, Dios, no, no puedo creerlo. Me han enseñado, el sistema me ha enseñado, que las mujeres tontas han de creer, y les encanta creer, que ellas son las buenas y los hombres los malos. Una forma de reclutar soldados, en este caso soldadas, para que defiendan los intereses del sistema. Os cuelgo el tema de
Tripi, y si alguien quiere refutar mis teorías de que el feminismo actual trabaja, vive, y cobra del sistema (y el sistema le paga por ello), estoy, estaría encantado de hablarlo en un sitio libre como este.
Allí va, copiopego:
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Me llamo Carlos. Cuarenta y pico. Tengo dos hijos, Juan y Claudia. Juan tiene ocho años y Claudia seis. Trabajo en un hotel. Soy el conserje de noche y mi sueldo ronda los mil doscientos Euros mensuales. Soy fijo discontinuo en la empresa, así que curro nueve meses y otros tres estoy en el paro. Me considero un tipo de lo más normal. Del montón, vamos. No tengo grandes aspiraciones, pero tampoco grandes vicios. Me conformo con poco porque lo único que quiero es vivir tranquilo. Visto ahora, ese anhelo no parece que sea tan poca cosa como pensaba. Es más, me suena a estúpida utopía impropia de una persona adulta.
Y un pequeño detalle: estoy divorciado.
Si estáis leyendo esto es porque el cabrón de Tripi ha colgado mi mensaje en el blog. Me advirtió de que si le daba la gana así lo haría. Bueno, no lo dijo exactamente así, más bien dijo que “si le pasaba por la polla” iba a contar mi historia. Por lo menos sé que ese chalao respetará mi anonimato, porque en el fondo no es mal tipo y me echa siempre algún que otro capote, aunque sea a su manera, muy a su manera.
Ahí voy entonces.
Me casé en el noventa y nueve con mi novia de toda la vida. Marta. Así se llama ella, como ese animal peludo que sirve para hacer abrigos. Bueno, me acabo de conceder una pequeña licencia haciendo un chiste fácil a costa de su nombre. No habrá más. No es mi estilo. Tampoco quiero parecer un desgraciado ni un resentido. Y menos un hijo de puta. Marta es enfermera. Hemos llevado siempre, o casi siempre, una vida de los más normalita. Digamos que formábamos la típica familia de clase media. Papá, mamá, nene y nena. Al casarnos compramos una bonita casa en un bonito pueblo costero y formamos una familia. Nosotros, los niños, la casa, el coche, el trabajo, las comidas familiares, los amigos y todo eso. Y también la hipoteca, como no, pues ni uno ni otro éramos de familia adinerada. En fin, lo típico.
Y un buen día llegó la fatídica fecha. Doce de octubre de dos mil nueve. Fue entonces cuando cambió mi vida y, sobretodo, cuando empezó mi calvario. Estábamos los dos, Marta y yo, cenándonos unas lentejas, cuando me la soltó:“Carlos, tenemos que dejarlo. Ya no siento nada por ti”. No sé si a alguno de vosotros le ha pasado algo así, pero os aseguro que yo me quedé helado. La miré y entonces ella se puso a llorar. “Oye, si el que tiene que llorar soy yo”, le dije. Y es verdad. Cuando te pillan así, a contrapié, te derrumbas. Sin embargo, fue Marta quien montó el numerito. Y yo, encima, sin saber de qué coño iba la película pero sintiéndome fatal. La conversación duró dos horas largas y al final, utilizando todo mi repertorio de argucias dialécticas (y algún que otro me cago en ti y en tu puta madre, todo sea dicho), conseguí sonsacarle el trasfondo del asunto. Se había enamorado de otro, de un camarero italiano de apenas treinta tacos. Ya sé que suena fatal, pero la realidad es ésa. No puedo dulcificarla ni mucho menos enmascararla. No sería honesto por mi parte. “Bien, ¿y ahora qué?”. Supongo que la reacción normal de un tipo que lleva diez años casado y su mujer le mete un viaje de esos es preguntar qué va a pasar con “todo”. Seguí hurgando. Me sentía hecho papilla, pero seguí hurgando. “¿Y cómo se come esto? He hablado con un abogado”. Toma ya. Cuando ya te has preparado el terreno y has ido a “hablar” con un abogado, mal rollo, porque nadie, y menos una mujer, va a perder el tiempo y el dinero para contarle chorradas a un gilipollas de esos. Cuando una va a ver un abogado es porque busca sangre. O pasta, que no sé qué es peor. Sea como fuere, se ve que Marta llevaba ya mes y pico allanándose el terreno (Tripi insiste en que apostille el párrafo con un “puta”, pero yo paso). “¿Y qué te ha dicho el picapleitos? Que tienes hasta al lunes para irte. Ya te ha puesto la demanda de divorcio. ¿Y no podíamos hablarlo? Está todo hablado”.
Cogí el coche y me largué cagando leches. Me fui no sé adónde sólo para tomar el aire. No recuerdo cuántas horas estuve fuera, tal vez dos tal vez tres, pero a la vuelta fui recibido por todo lo alto. Frente a “mi” casa divisé las inconfundibles luces intermitentes de un todoterreno de la Guardia Civil. Esas luces azules que sólo con verlas te erizan el vello, con sus destellos que repiquetean siempre “problema-problema”. “¿Qué ha pasado?. Señor, está usted detenido. ¿Qué, porqué? Amenazas”. Así tal cual os lo cuento me la soltó el picoleto. Lo juro. Me esposaron y me metieron en el coche (nada de eso de“tiene derecho a un abogado, si no puede costearlo se le asignará uno de oficio, bla, bla, bla”, como en las pelis americanas) y al juzgado. O mejor dicho, al sótano de los juzgados, a las mazmorras, con los yonquis, y los borrachos, y los desgraciados, y las ratas, y la puta chusma.
Dos días y medio pasé en aquel agujero. ¿Alguno de vosotros ha estado detenido? Os lo cuento. Primero te desvalijan, te quitan la documentación, los cordones de los zapatos (no vayas a colgarte, imbécil, que aún no ha acabado la pesadilla), te cachean, te insultan, te joden. Mi aspecto era deplorable. Después de casi tres días en ese antro me subieron a charlotear con una tía, que se ve que era juez, y es la que al final decide si te mandan al “hotel” o de vuelta a casita. Bueno, a casita no, porque como “por si acaso” te tatúan en la frente una orden de alejamiento que no te permite acercarte a menos de quinientos metros de tu mujer (a esas alturas, supongo que ya exmujer), mal lo tienes para irte a dormir a tu cama. Además, siempre pasa lo mismo, seguramente que el catre ya estará ocupado por otro. En mi caso un italiano, que mientras escribo esto, pondría la mano en el fuego, estará cepillándose a mi señora y, lo que es peor, bebiéndose mis Riojas. Es igual, mientras Juan y Claudia no llamen “papá” al burro ése mantendré la cordura. Después, ya veremos.
La juez no deja que me explique. Balbuceo un par de palabros pero “Su Señoría” me corta. Se ve que el abogado de oficio que me han asignado es toda una lumbrera, porque no abre la boca. “Buen trabajo, fenómeno. Seguro que harás carrera. ¿Has pensado probar en política?” Me “liberan”, orden de alejamiento mediante (mucho, mucho alejamiento), a la espera de juicio. Llevo una pinta que ni os cuento. Barba de varios días, sudor reseco por todo el cuerpo. Una birria. Una verdadera birria. ¿Y ahora qué?, pienso. No puedo volver a casa.¿Adónde voy?. Gracias, Tripi. Te debo una. Bueno, pues a verlas venir. A aguantar el chaparrón y a esperar que escampe la tormenta. Ya veremos cómo acaba esto.
Pasan tres o cuatro semanas y una mañana tocan el timbre de la furgo de Tripi, donde estaba hospedado. Que bien, ahora son los munipas (cuando alguien no tiene paradero conocido, la policía local despliega sus “ilimitados” recursos para localizarle, en especial cuando hay que darle una mala noticia en forma de multa o de notificación judicial). El taco de papeles que me traen es enorme, debe de pesar como poco dos kilos. “Lo siento, señores, yo no he encargado ninguna biblia”. Te lo dejan igual. Cuando empiezas a leer el tocho, se te viene el mundo encima, al menos a mí. Primer párrafo: en mayúsculas, negrita, cursiva y subrayada la palabra “maltratador”. Empezamos bien. En el segundo, algo así como “abandono de hogar”, también con todos esos artificios literarios. Bien, bien. Interesante. En el tercero, te arrean nada menos que los niños están acojonados porque su padre “tiene peligro”. Manda cojones. Veinte años haciendo de conserje de noche y ni una sola queja, y ahora resulta que soy nocivo para mis hijos. En el cuarto, la cosa entra en el terreno de los números. Que si el cornudo gana tanto, que si ha de pagar tanto otro. Tecnicismos y más tecnicismos. Me paro ahí porque el calentón es de órdago. Por cierto, el italiano no aparece en el relato. Qué pena, con las lasagnas tan buenas que hace ese capullo.
Ahora voy a dar otro salto en el tiempo porque sino esto va a ser infumable. Recapitulando, un día cualquiera Marta me echa porque se ha encoñao. Doce de octubre de dos mil nueve. Bonita fecha, ¿eh? Yo, desde luego, la recordaré. Recién escupido a la calle me voy a airear un rato y, que emocionante, a mi regreso me encuentro a un regimiento de picoletos en la puerta de “mi” casa, con todo el vecindario contemplando el espectáculo. Venga, al hoyo. Desde la “carta de despido” de Marta, la detención, la puesta a disposición (más bien deposición) judicial y el regalito de trescientos folios que me trajeron los munipas no ha pasado ni un mes. Entre pitos y flautas, nos situamos a finales del dos mil nueve. Bonita navidad me espera. El italiano, que yo sepa, sigue en “mi” casa haciendo la pasta muy al dente. Y, anda, que bien se lleva con “mis” hijos.
¿Queréis saber cuál es mi situación hoy, a principios de dos mil once?
Eso es lo más fácil de resumir.
Vivo en el coche (Tripi se ríe, porque sabe lo que es eso). Algunos fines de semana, por suerte, me voy a su autocaravana y me lo paso en grande con él, fumando de todo (hasta entonces, jamás en mi vida había probado las drogas). Gano, sigo ganando, mil doscientos treinta y tres Euros con veintisiete Céntimos al mes, durante nueve meses, y ochocientos doce Euros con catorce Céntimos, de mis amigos del Inem, durante los tres meses en los que estoy en el paro. Sigo pagando la mitad de la hipoteca de mi casa, en la que, como ya sabéis, no vivo, entre otros motivos porque sigue vigente la orden de alejamiento que Marta me regaló (esas órdenes tardan un montón en caducar, no son como la leche). De mi paga de “Ministro”, quinientos cincuenta Euritos cada mes, más o menos, suelto al BBVA, más la mitad de la contribución de la puñetera casa. Mientras, a Marta se la ve relajada. Será que el italiano le está dando la buena vida que no supe darle yo, porque lo de cocinar pasta se me daba fatal. ¿Y Juan y Claudia? Eso es más jodido. Tengo un régimen de visitas de una hora entre semana, los miércoles de siete a ocho, y también de algunas horas durante el fin de semana. Como trabajo de noche (será por gusto o por el pastón que me sueltan) y no tengo un domicilio fijo y estable, dijo Su Señoría, previa consulta a una psicóloga superbuena y a una fiscal superinteligente, que no era conveniente que mis hijos pernoctaran conmigo. Además, no hay que olvidarlo, pesa sobre mí el estigma del maltrato. Juan, que en nada cumplirá los nueve, aún me llama “Papá”. Claudia, por el contrario, se dirige a mí por mi nombre de pila. Carlos. Coño¡¡¡ (ya parezco Tripi), que mal suena cuando es tu propia hija quien te llama así. Por cierto, ciento ochenta euritos cada mes de pensión alimenticia le suelto a mi ex. Por cada hijo, ¿eh?, que son tres sesenta. Ojo, y si algún mes me he pasao un pelo a la hora de pagar, cuerno. Delito. Abandono de familia, o de hogar, o de hijos o no sé qué nombre tiene eso. Yo no soy economista, ni tan siquiera contable, pero si queréis podemos hacer los números en un momento: quinientos y pico, más trescientos sesenta, en mi pueblo son novecientos. Si yo gano una media de mil y poco cada mes, ¿cómo puedo conseguir que la cosa cuadre? Estoy intentando alquilar un estudio, pero por cien Euros no hay nada de nada. Ni una caseta de perro, ni tan siquiera una jaula para periquitos. Además, ahora que me acuerdo, tendría que comer un poco, ¿no? Como voy sobrao, querría ir al Bulli, pero se ve que está todo ocupado o que cierran, así que me comeré un bocata de mortadela.
Pero bueno, al ser un “maltratador” me merezco todo eso y más. Y, cuidado, que al final la sentencia del juicio por amenazas fue absolutoria...pues menos mal.
Supongo que cuando tu mujer te dice que se ha enamorado de otro, que ha contratado a un abogado, que tus hijos no quieren verte, que tienes que largarte de casa pero al mismo tiempo seguir pagando hipotecas y pensiones, que hay un tío que ocupa tu sitio y que aparte de cepillarse a tu ex se cepilla también tu bodega, que siempre serás un puerco malvisto con ese San Benito de maltratador grabado a fuego en el entrecejo, supongo, digo yo, que es normal que pasen muchas cosas por tu cabeza. Y ninguna buena.
¿Qué hago ahora?
Sólo se me ocurren dos opciones (Tripi me aconsejó la segunda, pero ya lo conocéis): o bien “pasas por el aro” o bien te vas a la primera armería, compras una recortada y disparas al problema. Creo que lo más limpio es pasarse por cualquier bareto, fumarse unos petardos y emborracharse a lo bestia (dicen que eso es una atenuante), volver a casa (a “mi” casa, a “mi” puñetera casa) y pim¡¡¡, pam¡¡¡, pum¡¡¡. Se acabó.
Muerto el perro, o la perra, se acabó la rabia. Y muerto el italiano, se acabó la pasta.
Calculo que me caerán entre quince y veinte años, pero al quinto empezaré a salir por buena conducta, al menos en horario diurno. Y además no tendré que ver a esos dos durmiendo y jodiendo en mi cama. Ni fundiéndose mis botellas de vino. Ni nadie me llamará maltratador. A lo mejor asesino, pero nunca más maltratador. Y estaré con mi hijo Juan, quien, a lo mejor, aún se acuerda de mí. Y mi hija Claudia, con un poco de suerte, volverá a llamarme “Papá”.
No sé.
Pero bien mirado es que en el fondo debo de ser un maltratador. Y un machista. Y un loco. Y un mal bicho. Y un hijo de puta. Y quiera dios que todo el “peso de la Ley” caiga sobre mí. Me lo merezco.
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Me sucedió a mí... ( A mí no, pero a miles de tíos sí). Pero no hay que darle importancia a esto...Sólo son hombres.